viernes, 19 de marzo de 2010

Hierro 3 (Bin jip, Kim ki-duk, 2004).




"Te quiero."


Tengo varios problemas con Bin jip:


1. No sé lo suficiente de cine coreano como para establecer conexiones geográficas, y no quiero contener Bin jip en una generalidad oriental (como hacen muchos) porque estoy convencido de que las diferencias son mucho mayores que los términos comunes, como ocurre con el cine europeo o cualquier cine. Tengo entendido, no obstante, que el cine coreano es esencialmente joven, que no tiene una base tan sólida como otros países y por lo tanto sus realizadores trabajan sobre una influencia forzadamente global. A finales de los años ochenta, Corea se abre desde la sociedad déspota anterior, lo que conlleva una pequeña revolución cultural. El cine anterior había sido de carácter social, y el acceso a la cultura hace surgir en los noventa una generación mucho más apegada a la cinefilia y que rechaza o supera los límites de sus predecesores. Pero es también una generación que germina en esta moda de la mal llamada Nueva ola oriental, y que toma, por lo tanto, prestado el término para acercarse a un Occidente que busca el exotismo y lo nuevo por encima de los términos de calidad. Sería, sin embargo, un poco falaz pensar que el apego a esta Nueva ola asiática no iba a ser utilizado por algunos directores como medio de llevar buenos productos al exterior: ahí está la obra de directores como Chan-wook o Joon-ho, dos ya tópicos ejemplos de reformulación de la violencia a través de los avatares universales del siglo XX, quizás respondiendo a las heridas latentes del régimen dictatorial. Pero el cine de Ki-duk, aunque cruzado por destellazos de violencia, es intimista y poético, y trata de la soledad y el desarraigo humano en la sociedad actual (lo cual también puede estar relacionado con esa apertura desde la dictadura). Voy a hacer un primer intento de sentencia crítica: el cine de Ki-duk me parece estrictamente conservador. Su gusto no disimulado por el silencio, su enorme carga de impostura, la fragilidad casi ñoña con que presenta a sus personajes, sus metáforas visuales superpuestas, su recato que nunca se rompe, todo está perfectamente calculado para conmover pero no remover, para dejar al espectador con la sensación de haber visto algo mínimo y universal. Algo que me hace pensar (y probablemente me esté equivocando al conectarlo con un autor oriental de otro país) en la casi siempre mediocre prosa de Haruki Murakami.





2. Espero que esta última referencia sea no tanto frívola como medio de llegar a una reflexión sobre el cine de Ki-duk. Al fin y al cabo, las historias de Murakami encuentran su mejor baza es la mediocridad: sus personajes banales e inmóviles responden a una sociedad banal e inmóvil, carente de referencias y por lo tanto muerta. Su tan criticado acercamiento a Occidente es necesario cuando habla de una generación que no conoció otro Japón que el occidentalizado. Lo que falla, entonces, es la búsqueda un tanto mema de mecanismos mágicos y metafóricos en que la vida del hombre perdido encuentre un sentido máximo y se relacione con todo lo perdido, con la naturaleza, con el aparato social. En resumen, ese “pájaro que da cuerda al mundo” que es la conclusión de todos sus libros. Es una visión profundamente conservadora y asceta, en que una cierta revolución personal lleva no tanto al cambio de algunas facetas de la sociedad como a una vuelta a valores rancios: el amor contra el egoísmo, el presente contra el recuerdo, la bondad del ser extraño contra la maldad del ser vulgar. Nada parece tener sentido al principio, y todo gira en torno a un final en que se logre un sentido cósmico. Y esto ocurre también en Bin jip: el fluir absurdo de la vida de los protagonistas quiere ser revolucionario, porque se sitúa en los engranajes de la sociedad que hemos conformado. Tae-suk es un joven que aprovecha viviendas vacías, y esto, de alguna manera, lo convierte en un agitador silencioso. Lamentablemente, Ki-duk no se va a parar a mostrarnos el interés de este mecanismo crítico, porque está más interesado en transformar la película en una de fantasmas y amor: como Murakami, está más interesado en otorgar un sentido cósmico a esa acción que sólo responde a la lógica del absurdo humano. Así, pronto conoce a Sun-hwa, una mujer maltratada y graduadamente callada, con la que escapa y a la que introduce en su andadura por los túneles del sistema. El problema, a partir de este momento (y contra el tópico que dice que el cine de Ki-duk es lento), es que ocurren demasiadas cosas. No ha habido tiempo de comprender el interés de la andadura de estos personajes y ya están apareciendo cantidad de variables superpuestas: son descubiertos en casa ajena, Tae-suk golpea a una joven con una pelota de golf, encuentran un muerto en una de las casas que ocupan. Todo, por supuesto, exageradamente poético y cruzado de metáforas del vacío para llegar hasta el amor entre los dos protagonistas. Aparecen así dos fórmulas contrapuestas: por un lado, una acción desmesurada, cargada, excesiva, que demanda conclusiones al espectador y, por otro lado, la intención silente de Ki-duk, que quiere estar haciendo cine a base de pequeños gestos. Cuando él es ingresado en prisión y ella tiene que volver con su marido, se nos muestra el reverso de una acción en que no ha podido quedar suficientemente despejada la lógica inmóvil de sus actos. Se nos muestra entonces la transformación de Tae-suk en fantasma, y es aquí que se desaprovecha la mejor baza de la película.





3. El colega Peter D. Roar (que adora Bin jip) define al personaje de Tae-suk como un No lugar. Por No lugar entiendo la definición de esa crítica que parece intuirse en la primera parte del filme: el hombre sustraído del espacio y por lo tanto por encima de la configuración humana o social. La expresión última del ser humano son los espacios que crea y por los que transita, y Tae-suk parece poder utilizar cualquier espacio sin apropiarse de él. Ya en la cárcel, esta capacidad de sustraerse del espacio físico se evidencia, aprende a esconderse, a desaparecer. Una escena reveladora nos muestra la visión subjetiva del espacio, flotando, como si la cámara y el personaje fueran un ojo invisible que es el del espectador. ¿Qué nos está diciendo Ki-duk? ¿Por qué esta transformación del hombre en espacio? Lamentablemente, la respuesta es el amor. Sólo por un instante, se apunta que de esta manera Tae-suk consigue transformarse en un fantasma “revolucionario” (la serie de secuencias en que visita todas las viviendas que ocupó anteriormente, dejando pequeños rastros de su paso). Y es que quizás ésta sea la clave de Bin jip: los rastros que deja Tae-suk a su paso por un lugar. En esos pequeños movimientos se manifiesta lo más trascendente de la película: para sobrevolar una sociedad estancada, Tae-suk se convierte en un ser incorpóreo, pero es capaz de cambiar las cosas con gestos mínimos. Transformándose en un No lugar, puede actuar sobre los espacios negativos de la sociedad. Hubiera sido ésta –de haber sido bien explotada- una metáfora mucho más bestia que la de la fotografía en pedazos, la violencia aristocrática del golf, el silencio de Sun-hwa, su siesta en casa ajena y un largo etcétera que termina de diluir el mensaje. Tristemente, Ki-duk opta por una poética del exceso, proponiendo reflexiones y códigos sin parar y hasta llegar hasta ese lugar en que el absurdo de sus personajes se establece como parte de una maquinaria cósmica. Que en la última recta se nos muestre que es el amor la finalidad de esta pequeña insurrección de Tae-suk, termina por desequilibrar el discurso. El exceso parece encontrar su finalidad, se cierran todas las metáforas a base de parches. Las últimas escenas derivan la historia hacia un amor insulso. Incluso Sun-hwa se manifiesta con un tequiero. Pero todo lo demás ha perdido el norte. El amor lo arregla todo, aunque no pueda hacerse nada en contra del estancamiento. Para huir de esa sociedad que la primera mitad de la película nos enseña, hay que amar, hay que evadirse de una realidad que no se puede cambiar. En la conclusión, el marido sigue ahí, sonriente, engañado, aunque el amor ha triunfado. Pienso en una de las películas más bellas de la década, también coreana, The host (Bong Joon-ho, 2006), en que el padre que ha perdido a su hija regala a un niño desconocido su amor después de una peligrosísima búsqueda. En comparación, la conclusión de Bin jip me parece asombrosamente egoísta.



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