sábado, 6 de marzo de 2010

Vincere (Marco Bellocchio, 2009)



"El tiempo se ha acabado: Dios no existe."

Las revoluciones se hacen por amor, o por odio (que es la misma cosa pero al revés). Al fin, amor y odio dependen de lo mismo y a lo mismo van. No hay uno sin el otro. El propio Bellocchio ha dicho que Vincere es una película futurista. Una película, entonces, que recoge todo ese odio y amor y lo convierte en movimiento. Plagada de puntos de fuga, la historia de Ida Dalser encuentra su cinética en una continua división y alejamiento de sus partes. Nunca una trama se afirma sobre los personajes, y acaso podríamos decir que el Mussolini interpretado por Filippo Timi no es el mismo que vemos después a través de imágenes de archivo, si acaso se parece más a esa última caricatura que es su hijo imitándolo. Uno es un ser físico, apropiado por la visión de Ida Dalser que es la que prima en toda la cinta, y el otro es el Mussolini ya glorificado, que más allá de un hombre es su representación, su imagen frente al mundo.




De esto nos habla Vincere: de la imagen y sus tramoyas, del ser invencible subido a un estrado y de la historia que esconde. En una improbable ironía, el Mussolini de cartón piedra, insoldable, férreo (la imagen de sí mismo que buscaba dar al mundo) acaba siendo representada por su hijo, arrebatado por la locura. Pero el espectador sabe lo falso de esa imagen, porque antes se nos ha mostrado la revolución política y la otra revolución, la contraria, que es la lidiada por Dalser. Ambas son revoluciones fascistas (no hay que confundir Vincere con una fácil alegoría militante), pero una se contrapone a la otra. Cuando Mussolini da cinco minutos a Dios para fulminarle, entendemos que no se muestra ante él. Pero cuando, al final de la película, se revisita esta escena, nos damos cuenta de que no es así, de que, en realidad, Dios se ha manifestado en esa escena: en los ojos de Dalser y encarnado por Mussolini. Él se transforma en un dios a sus ojos, y es su imposible búsqueda la que nos cuenta Bellocchio. Desaparecido ya para ella y para el filme, sólo visible en la representación (bustos, fotos…), también la película parece desaparecer como narración y perderse en un melodramatismo siempre móvil pero operístico, pesado, dando vueltas sobre sí mismo. No hay fin posible a la lucha de Dalser, la historia está encerrada en su representación. No es por tanto banal esa escena en que el conflicto ideológico del socialismo se ve resumido en una sala de cine. Varias salas de cine, de hecho, aparecerán a lo largo de la trama. Tiene especial importancia esa escena en que Mussolini observa, herido, la crucifixión, y parece no sentirse tan lejos de Dios. No se conforma con ser Napoleón, nos dice cuando aún es de carne y hueso y, una vez que desaparece, que se convierte en el Duce, la imagen vuelve hecha cierta. Pero nada es como lo cuentan las imágenes, o bien sí, bien entendido sí lo es: los cinco minutos ofrecidos a Dios se repiten y esta vez se manifiesta. Mussolini es destruido en forma de busto por una de esas máquinas que representaron su ideal de progreso. La historia, más que por sus hechos, se guía por sus imágenes.


No hay comentarios:

Publicar un comentario

¿cuánto has tenido que andar hasta aquí?