jueves, 4 de marzo de 2010

Cloverfield (Matt Reeves, 2008)


"If you found this, if you're watching this, then you know more about it than I do."

La catástrofe, vista desde dentro, no tiene sentido ni forma. El cine de acción de los noventa se había caracterizado por la exageración del sentido lógico. Ya desde finales de los ochenta, el cine americano había impuesto el ansia de buscar una historia sorprendente cuyos resultados persiguiera el movimiento. Ejemplos máximos de este cine son Cube (inmersión en la búsqueda metafórica de este sentido lógico, en que los personajes estaban cruelmente predestinados a la trama), Fight’s club (que alimentaba una historia cada vez más enrevesada para destrozarla luego), o la elegíaca Matrix (que llevaba al límite la razón de las tramas, con una barroca estética derivada de lo virtual y que remarcaba las elecciones de los personajes como determinantes del siguiente paso de una historia). Son los tres ejemplos culminantes de una acción comprensible a través de una difícil red de causas y consecuencias.




El 11-S vino a redefinir el concepto de la hecatombe y su difusión: El espectáculo del World Trade Center siendo atravesado y hundido puede considerarse la mejor obra cinematográfica de la década. Un solo espacio era acribillado de tomas, la dinámica del lugar aseguraba que ningún detalle podía escapar y la imagen llegaba a cualquier lugar del mundo. Pero, lo más importante: el ciudadano anónimo se convertía en dueño de la noticia. Lo hemos visto muchas veces a lo largo de estos últimos años: informativos que utilizan grabaciones de teléfonos móviles o cámaras de aficionados. En la magnífica Señales, M. Night Shyamalan intuía ya esta idea. Lo que nos contaba era la visión de la catástrofe desde un espacio cerrado. Una televisión transmitía veinticuatro horas al día el cielo de México D.F. y una grabación casual en un cumpleaños nos mostraba la primera silueta de un extraterrestre.




Matt Reeves no posee la sutileza y la fuerza de reflexión sobre el terror de Shyamalan, pero logra trazar un camino sorprendente dentro de la catástrofe. Sus personajes, banalizados desde el primer momento como típicos de una serie B, irán perdiendo importancia en mitad de un movimiento sin trama real, un caos incomprensible para ellos y para el espectador. Si la primera parte de la película define el sentido primitivo de la cámara de aficionado (una boda plagada de infladas relaciones cruzadas), está visión se irá perdiendo en pos de la imagen externa. Sólo mostrando, nunca explicando. La visión de estos personajes ya no importa, tampoco el sentido lógico de la trama. En palabras de Jean-Baptiste Thoret, Reeves hipertrofia la dimensión subjetiva de la historia pero liquida al autor. Es un individuo en particular el que filma, pero este individuo podría ser cualquiera. Lo que importa, en definitiva, no es lo que ocurre sino la capacidad de contarlo desde dentro. Cloverfield no es una obra definitiva, pero sí un esbozo bastante logrado de lo que significa la catástrofe en el siglo XXI.


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