martes, 8 de junio de 2010

Demonlover (Olivier Assayas, 2002).


TODA LA CRUELDAD DEL CINE

El lugar de Olivier Assayas en el cine de hoy es un misterio sin resolver, sólo comparable al misterio de directores como James Gray o Kiyoshi Kurosawa. No pocas veces se le ha tratado de encasillar en su relación con los restos de la Nouvelle vague, partiendo de su paso por los Cahiers y de su forma profundamente teórica de acercarse a la imagen. Es ésta una apreciación (a mi entender) un poco básica, porque, si bien todas sus películas están atravesadas por conceptos anteriores a la creación, sus logros acaban por ser indefinibles y amplios. Él mismo alegaba, en una explicación de su continuo uso de la cámara en mano: “nuestra visión no es estática, nuestra visión está en continuo movimiento”. Esa poética podría ser extendida a la generalidad de su obra: nunca se ve una cosa, sino relaciones entre cosas, cosas que se superponen, muchas cosas. Pocos directores europeos son capaces, como él, de jugar con la expectativa y el tópico, con las relaciones del imaginario colectivo y la incomodidad de su destrucción. Pienso en Les Destinées sentimentales (2000) y L’heure d’été (2008), dos filmes inabarcables, que ceden sin complejos a los tópicos del melodrama para acabar reflexionando sobre el poder del objeto en la configuración de memorias individuales o familiares. Pienso en Clean (2004), una desacomplejada parábola sobre el hábito adquirido y el reflejo del individuo en los demás. Son películas duras, incapaces de emocionar directamente pese a la recurrencia a todas las fórmulas de engaño al espectador vistas en la historia del cine, pero que dejan un poso imposible de borrar. Olivier Assayas es capaz de controlar su cine sin prepotencia, con una fiereza extrema en cada imagen, pero alejado de la violencia metacinematográfica que ha marcado el cine europeo de las últimas décadas (la de Haneke y von Trier, por citar los dos ejemplos más típicos). Donde éstos recurren siempre a la presencia del director-demiurgo para reflexionar sobre el poder de la imagen, Assayas no precisa más que los elementos del cine. Donde éstos necesitan siempre demostrar la calidad de su cine, forzándolo, Assayas prefiere jugar con la negación de sus propios logros. La diferencia, en resumen, es que Assayas no se esfuerza por hacer que sus películas creen en el espectador la sensación de ser obras definitivas. De hecho, Demonlover (2002), podría ser comparada en una primera lectura, con el Funny games (1997) de Haneke. Ambas tratan sobre el poder de la imagen violenta, sobre la necesidad de aceptar que cualquier imagen (aunque sea ficción) es real porque existe. Sin embargo, hay una enorme diferencia entre ambas: mientras la de Haneke se esfuerza por demostrar esta teoría (haciendo incluso que sus personajes la expresen en palabras), Assayas sólo necesita mostrar, en lo que es seguramente un juego mucho más sutil y complicado. Esta diferencia se explicita en los títulos de crédito: al terminar Funny games, el espectador está saturado por la violencia de la imagen y la reflexión. Todo cede a lo explícito; es una película necesaria por la evidencia del control de Haneke sobre el ojo que mira (y participa) de esa suerte de ensayo. Al terminar Demonlover, la sensación es muy diferente. Assayas no asegura las posibilidades extremas de su ficción hasta el último momento y, también en ese último momento, se las arregla para tergiversar el relato y volver a ponerse en duda. Está claro que es una manera de cine que no puede contentar al espectador. El juego de Haneke sí contenta al espectador porque, aunque señale siempre nuestro intervencionismo y nuestra culpabilidad para con la ficción, también está recurriendo al halago de la inteligencia, está haciéndonos sentir partícipes de la acción. Es una forma mucho más fácil y superficial de reflexión. No niego los enormes logros de Funny games, pero Demonlover me parece superior en muchos aspectos por su aparente escapismo, su capacidad de descolocar la visión crítica, y su rechazo a las máximas. Assayas no ofrece una solución, sólo preguntas y negociaciones con el símbolo. A lo largo de las dos horas de metraje de Demonlover, y paralelamente al desasosegante cambio de carácter de los personajes, pasa de los tópicos del thriller a la paranoia más digna de Lynch, y termina con veinte minutos que nos recuerdan a Videodrome (1983). En ese espacio de tiempo, se pone en duda una y otra vez la capacidad del género para ofrecer imágenes inocentes. Cuando una web de torturas se convierte en catalizadora de la trama, el peso de ese símbolo de la violencia extrema se vuelve insoportable. Antes, la cámara ha seguido a los personajes de forma extraña, proponiendo a veces secuencias carentes de sentido en el conjunto. Todo lo que se muestra, se nos está diciendo, es irreparable. Una vez visto, nada puede escapar de formar parte de la configuración de una ficción, por mucho que se oponga a ella. Todo es culpable, cada personaje, cada imagen. El espectador, entonces, no tiene la capacidad de decidir la moralidad de las imágenes, sino cómo éstas trabajan sobre el conjunto de lo que se ve. Sería demasiado largo de describir el proceso en que los personajes son declarados inocentes y culpables una y otra vez, cada uno de ellos. Al final, Assayas prepara el desenlace más insoportable. La protagonista es atrapada por su propia ficción. Un personaje ajeno (probablemente el espectador), decide su muerte. Pero no es una muerte cualquiera, sino una muerte pasada por el filtro de la iconografía. Va a ser sacrificada previa transformación en un personaje del imaginario popular, que por ser conocido nos resulta todavía más cruel (Tormenta, de los X-men). Entonces la película amaga una última salvación de la protagonista, vuelve a recurrir al thriller con desesperación, y es de nuevo destrozada. Es una reflexión terrible: ni siquiera a través del género, la imagen puede perder su carácter perverso. Difícil olvidar la toma en que la protagonista mira a cámara a través del fuego, ofreciéndose por fin a una muerte inevitable. Esa mirada que interpela al espectador, se continúa en la toma siguiente, pero ahora ya transformada ella en Tormenta, en el icono, en el símbolo. El personaje ajeno a la trama (el espectador), mientras, hace los deberes y así demuestra su parte de culpa, su pasividad, su incomprensión de toda la crueldad del cine.


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