miércoles, 14 de julio de 2010

UN HOMBRE ATRAVESADO.


UN HOMBRE ATRAVESADO
En torno al mediometraje Yûkoku (Yukio Mishima, 1966)

Hablar de Mishima es hablar de profecías. Pocas veces, a lo largo de la historia del arte, un autor y su obra han sido tan imposibles de separar. Todo en la obra de Mishima parece atado, como dice Marguerite Yourcenar, a “esa sombra o ese reflejo que el propio individuo a veces contribuye a proyectar, por defensa o por bravata, pero más allá o más acá de los cuales el hombre real ha vivido y ha muerto en ese secreto impenetrable que es el de cualquier vida”. Sobre todo hacia sus últimos cinco años, la obra de Mishima se liga a ese final trágico o glorioso, pero inevitablemente impostado que fue su seppuku censor. Normalmente, cuando se habla de este suicidio, se relaciona con sus últimas obras literarias, sobre todo con la tetralogía El mar de la fertilidad y con el libro que la remata y que Mishima terminó el mismo día de su muerte: La corrupción de un ángel. Además, esta tetralogía supone la culminación de casi todos los rasgos estilísticos de un autor que pasó de un carácter febril y bohemio de juventud, a la defensa férrea de la violencia y la virilidad como elementos políticos. Más allá de una supuesta razón fascista, Mishima fue un firme detractor de un mundo que buscaba la mediocridad como forma de igualación. No puedo evitar compararlo (quizás inducido por el carácter político de sus muertes), con otro gran maldito: Glauber Rocha. Incluso no sería descabellado aplicar al japonés la frase del brasileño: “La estética de la violencia, antes de ser primitiva, es revolucionaria”. Una frase que podría sintetizar la obra que nos ocupa: Yûkoku (literalmente: Patriotismo), y que Mishima codirigió en 1966. Después de su muerte en 1970, la cinta fue denostada en Japón, y prácticamente desapareció hasta la recuperación en 2005 de los negativos originales. Es quizás por esta desaparición que se debería empezar una reflexión sobre Yûkoku, obra maldita en un mundo y en un momento histórico en que lo maldito quiere ser dogma de fe. Pero, en general, lo que llamamos maldito –y el caso de Yûkoku lo evidencia- no deja de ser parte de lo políticamente admisible. Yûkoku es políticamente inadmisible en la sociedad actual, y eso la convierte en un paradigma de la obra destinada al olvido. Cabe apuntar ya que las razones de esta maldición (y de la maldición que acecha al genérico de la obra de Mishima) tienen que ver con el sentimiento occidentalizador que ha acosado a Japón desde la II Guerra Mundial. Esta globalización mal entendida, ha dado lugar a uno de los choques culturales más importantes de nuestro tiempo. Que no se nos olvide, por supuesto, que Mishima fue un autor muy influido por literaturas extranjeras, sobre todo norteamericanas. Pero esto no es vinculante con su crítica a la desaparición del Japón tradicional. De nuevo, la respuesta es la belleza, la melancolía de lo inevitablemente hermoso del pasado. Yûkoku es un claro ejemplo de esta falsa contradicción: un filme que juega con el espacio y las imágenes del teatro tradicional japonés, pero desde un esteticismo arquitectónico y minimalista, liso y marcado por una fotografía que no tiene mucho que ver con la de los directores japoneses que estaban siendo reivindicados por el movimiento coincidente de la Nouvelle vague: Ozu y Mizoguchi, por poner los dos ejemplos más obvios.




La película relata el rito de suicidio de un oficial japonés (interpretado por el propio Mishima: aquí la profecía). Dividida en varios capítulos, la obra repasa el proceso casi religioso de preparación y culminación de la muerte, buscando siempre su belleza. El cuerpo de Mishima es retratado con pasión, defendiendo su destrucción sin palabras, sólo con el uso de la cámara. Vista hoy, esta defensa de lo aparentemente inmoral, no puede parecer sino inmoral, pero no en vano el amor por la violencia en Mishima es uno de los grandes misterios del pensamiento del siglo XX. Más que el último momento de pasión con la esposa del oficial, o el vínculo de la muerte con la tradición japonesa, lo que se nos relata es la consecución de un acto mortal inseparable de la belleza. En su famosa novela Confesiones de una máscara (1949), escrita a la edad de 23 años y de claro carácter autobiográfico, Mishima reprende su propio físico como parte primordial de un hombre débil. Es bien sabido que, a partir de la publicación de esta novela, el escritor se forjó un físico imponente, entrenándose con fiereza para llegar a poseer el cuerpo que él admiraba en los otros hombres. De nuevo la búsqueda de una belleza dramática, ligada a una homosexualidad que no tuvo problemas en manifestar pero tampoco en rechazar. Como documento, Yûkoku nos muestra el resultado de casi veinte años de entrenamiento corporal, la belleza por fin conseguida y entonces atada a la muerte. Belleza y muerte son difíciles de separar en la obra de Mishima; sus novelas aparecen atravesadas de hombres bellísimos, pero el estado efímero de esa belleza los ata también a la destrucción. Es difícil separar el suicidio del propio autor de su belleza por fin alcanzada. El mediometraje parece defender, así, un destino fugaz y trágico, atado a una fuerza estética y viril. Se ha dicho que el supuesto fascismo de Mishima tiene que ver con una negación nietzscheana del hombre débil que frena el avance de la sociedad. Creo que es una confusión total: para él, la fortaleza no es el orgullo del hombre, sino una maldición inevitable. Yûkoku, más allá del relato político que enmarca, debería darnos la clave del pensamiento de Mishima: la violencia como identidad humana; la belleza como paso atrás, nunca como evolución; y, sobre todo, la defensa de este conservadurismo. ¿Cómo no va a ser uno de los autores más malditos de la sociedad contemporánea, si la sociedad contemporánea se asienta en todo lo que no es bello? Se suele entender este afán por una belleza conservadora como un elemento inherente al fascismo. Yo creo que es más cercano a cualquier ideología utópica: la búsqueda de un punto histórico en que la belleza sea la base de la sociedad. Nuestra sociedad capitalista (también su arte) se asienta en las moralejas del Holocausto y la II Guerra Mundial, el terror nuclear, el uso de la muerte con carácter económico, la necesidad de que medio mundo sucumba a la pobreza para que otro medio mundo pueda hablar de crisis y economías fuertes. La monstruosidad –al fin y al cabo-, y la inevitable mala conciencia del ciudadano. Su obra enmarca todo lo que queremos negar, porque pasa la criba de la monstruosidad también sobre nosotros, y ofrece la solución más dolorosa. Especulando con que siguiera vivo (tendría hoy ochenta y cinco años) y pudiera observar la actitud morbosa y finalmente moralista que encarna la violencia del cine de hoy, su rechazo sería absoluto. Autores como Haneke, que se esfuerzan por mostrar la violencia como un virus ineludible y frío, anclado en el subconsciente de la sociedad y del arte, le repatearían. El cine del alemán nos muestra la culpabilidad del hombre medio, del espectador, en la creación de un ambiente de sufrimiento. Una violencia democrática, vulgar, que esconde lazos mil veces tapados con el pasado. Una violencia denostada pero ante la que no se ofrece ninguna solución. La culpa es vuestra, dice Haneke, y ahí se queda su mensaje. Para Mishima, la violencia puede ser bien entendida (por mucho que esta afirmación pueda resultar ofensiva en una sociedad en que hasta lo políticamente incorrecto es una forma de control), y sí ofrece una solución a su corrupción: su transformación en un engranaje del cambio. El esteticismo de Yûkoku, que es su faceta más terrible, transforma una historia cruel en una defensa de la destrucción. No sé si existirá un espectador que defienda sus caras más oscuras, ligadas a la desolación y al suicidio. Pero también hay mucha vida en sus imágenes: ante el refinamiento de la crueldad de la sociedad moderna, volcada en ocultar las trazas de su bipolaridad, Mishima propone una violencia positiva, generadora de expectativas. Una violencia revolucionaria. Y la belleza es su justificación.



2 comentarios:

  1. Algún dia me interesó algo este Mishima. Hoy me parece mucho mas rebelde Ernst Jünger que vivió 104 lúcidos años y nunca pisó un gimnasio.

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  2. Buenas, Lima:

    Hasta donde alcanza mi visión (muy escasa) de Jünger, tampoco está tan lejos de la visión heroica-dramática de la vida. Justo tengo un texto suyo apuntado en mi bloc de notas virtual:

    "Siempre aparecen unos pocos que son demasiado nobles para la vida. Buscan lo blanco, la soledad. La nobleza de ánimo de seres que se lavan con la luz la suciedad es algo que a menudo resalta de un modo muy bello en la máscara mortuoria. Lo que yo amo en el ser humano es su esencia más allá de la muerte, es su comunión con ella."

    Ahora veo en Internet que es de Tempestades de acero (1920). Y veo otra frase que también se podría aplicar a Mishima:

    "A un corazón grande no le horroriza la muerte, llegue cuando llegue, con tal de que sea gloriosa".

    Creo que hay que tener cuidado al entender a Mishima, pero no puedo dejar de verlo como uno de los mejores literatos que he leído nunca.

    Abrazo.

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