viernes, 5 de noviembre de 2010

DIOSES PATÉTICOS

A María.



DIOSES PATÉTICOS
Algunos apuntes en torno al cine de Wong Kar-Wai


“Alguien a quien conozco me regaló hace poco una botella de vino. El vino se llama Una afortunada vida feliz. Dijo que borra el pasado de tu memoria. Me pareció una idiotez: ¿Cómo podría haber un vino así? También dijo que el mayor problema del hombre es que recuerda. Sin un pasado, cada día sería un nuevo comienzo.”
(Ashes of time, 1992)


Uno de los amigos bebe el vino del olvido; el otro no. El que lo bebe se enfrenta con una mujer que espera frente al mar a que el pasado vuelva; el que no lo bebe se enfrenta al movimiento de los demás, encerrado en sus recuerdos. Ve pasar por su puerta historias definitivas, con un principio y un final precisos, pero es un agente externo a su resolución, un mero observador. Él ya no tiene futuro, como no tiene futuro la otra mujer que acaricia a su caballo en medio de un estanque, o la otra mujer que, disfrazada de hombre, quiere pagar por su propia muerte.


Wong Kar-Wai ha consagrado su cine a la memoria de los hombres que huyen y a la memoria de las mujeres que esperan. Tal vez un día escapes a tu pasado. Si lo haces, búscame., le dice Chow Mo-Wan a Su Li-zhen en 2046 (2004). Su Li-zhen (el personaje que iniciaba la trilogía formada por Days of being wild (1990), In the mood for love (2000) y 2046) da así paso a la historia de Chow Mo-Wan y desaparece sin revelarle sus secretos. Sólo el espectador, recuperando Days of being wild, puede obtener las claves para explicar el misterioso pasado de Su Li-zhen. Nosotros, los espectadores, no tenemos nada que ver con los personajes: somos dioses, porque podemos recordar cosas que ellos no pueden intuir y que los destruyen. El presente es sólo la ceniza del pasado. Los personajes cambian, chocan, inventan, y nosotros estamos ahí, cerrando sus historias, obteniendo conclusiones. Somos dioses. Dioses patéticos, desesperados por comprender lo que ocurre. Pero Wong Kar-Wai sabe que el peso de las historias es demasiado fuerte, y que las imágenes de la memoria son peligrosas. Por eso parte por la mitad la trama de Chungking Express (1994), por eso descompone el montaje de Ashes of time (1994), por eso la historia de Su Li-zhen deja paso a la de Chow Mo-Wan, después de relatarnos su pasado en Days of being wild, y después de cruzar a los dos en In the mood for love. Porque conoce el peligro de la imagen definitiva, que quiere reducir el universo a su forma más simple, a una linealidad. La memoria no es así: es destructiva y cambiante. Por eso el vino que borra el pasado se llama Una afortunada vida feliz. Por eso Chow Mo-Wan deja atrás a Su Li-zhen. Porque las imágenes que viven dentro de los personajes son demasiado poderosas y al final tienen que huir. Y la huida de sus personajes es también la huida de la imagen. No hay conclusión más triste: el cine es una máquina de recuerdos, y el mayor problema del hombre es que recuerda. Sin un pasado, cada día sería un nuevo comienzo. Es entonces que Wong Kar-Wai recurre a sus movimientos forzados, a sus cámaras lentas, tratando de acabar con el avance. La obsesión por la cámara lenta sólo puede ser la obsesión por parar el tiempo. Sus imágenes nos muestran la belleza del movimiento queriéndolo frenar, aplicando sobre él una gama de colores imposible, la música descorazonadamente tranquila de Nat King Cole, como si la realidad no fuera suficiente y quisiera acceder a su forma más depurada. En una escena de Happy together (1997) uno de los protagonistas limpia con una manguera restos de sangre en un matadero. Podría ser una imagen tremendamente desagradable, pero la cámara observa cómo la sangre se mueve ante el empuje del agua, despacio, saturando el sonido, obsesionada por encontrar su belleza. Sólo buscando la estética en cualquier reducto de la realidad en movimiento, puede hacernos olvidar el pasado.


Hay una base de extrema agudeza política en las películas de Wong Kar-Wai, porque hablan del cambio y del tiempo. Un dato que algunos han considerado como menor en una interpretación de 2046, es su propio título, aunque él mismo ha tratado de explicarlo. En 1997, Hong Kong pasó a ser Región Administrativa Especial de China, como parte de un proceso de integración desde la anterior colonización británica. El proceso terminará en 2047 con la plena inmersión de Hong Kong en China. ¿Por qué, entonces, 2046? Chow Mo-Wan escribe una novela en la que un hombre vuelve del año 2046 en un tren. Nadie más –nos dice una voz off- ha vuelto, porque el 2046 es la frontera estática del cambio, el punto donde el futuro se establece como futuro. Ese lugar donde no hay pasado y cada día es un nuevo comienzo. El lugar donde el movimiento se establece como única variable. 2046 es una fecha, pero también es el vino Una afortunada vida feliz, la consumación del deseo, el punto donde la búsqueda se convierte en encuentro porque ya no se arrastra la memoria. Y si alguien vuelve, sólo puede ser por un motivo: está buscando un pasado, una lógica para su historia. El tiempo prevalece sobre el individuo, que sabe imposible una conclusión definitiva si la realidad sigue cambiando. El propio Chow Mo-Wan trata de seguir el camino contrario, el habitual en los personajes de Wong Kar-Wai: una huida hacia el futuro, para olvidar a Su Li-zhen. Una reflexión complementaria se insinúa en Happy together, cuando uno de los personajes piensa desde Argentina cómo será Hong Kong en ese mismo instante. Hay entonces una toma hermosísima de Hong Kong: una cámara que avanza por una carretera, pero vemos la imagen del revés. Hong Kong está al otro lado del mundo, Hong Kong es la memoria truncada del personaje. Esta imagen es la simétrica de otra que se impone al principio del metraje: la de las cataratas del Iguazú que los protagonistas buscan en su viaje. Hong Kong es el pasado idealizado; las cataratas son el futuro imposible, el lugar donde termina el camino. También estas visiones se establece con un valor similar al del futuro de 2046 o el vino de Ashes of time: son espacios míticos, donde la relación entre la pareja protagonista quiere encontrar su cúlmen. Cada una de las películas de Wong Kar-Wai establece un espacio o un tiempo de ensoñación definitivo, alrededor del cuál giran los recuerdos del amor. Porque el amor, nos dice Chow Mo-Wan, es una cuestión de tiempo. Su nacimiento y su destrucción sólo se diferencian por un espacio de tiempo. También los personajes tratan de parar el tiempo y otorgarle una belleza imposible, porque quieren recuperar ese tiempo perdido donde el amor era posible. Pero ese tiempo no existe: es la idealización de un pasado irreconciliable. En medio de las tramas imposibles, donde los cuerpos se cruzan y se hacen daño y luego se despiden, están en cambio un tiempo y un espacio presentes de los que no se puede huir. Su pasado y su movimiento se vuelven obsesivos, redundantes, absurdos, y finalmente ceden a un avance que no se puede evitar. Wong Kar-Wai ha aprendido de Manuel Puig, su escritor favorito, que la realidad no se puede representar, porque cualquier representación es un intento de estancarla. En cambio, la conjunción de visiones forzadas, a veces de aparente independencia, es la única forma de acercarse a la puesta en escena de una historia. Las miradas sobre la realidad son infinitas: todo pasa por el filtro de la subjetividad, aquí en la forma de una cámara. Negar el cambio, tratar de hacer con el cine algo perfecto, es el más grande de los absurdos. La realidad hiperbólica y estética de Wong Kar-Wai no quiere acercarse a la perfección, sino evidenciar su imposibilidad. Si sus películas nos tocan no es porque las tramas nos sean familiares, sino porque se insertan aquí y un ahora, en las vísceras mismas de nuestro tiempo y nuestro espacio, exagerándonos, destrozándonos. Al fin y al cabo, vemos cine porque también nosotros buscamos la perfección, porque somos dioses patéticos en busca de consuelo. Y él nos dice que no hay consuelo en el cine.


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