lunes, 9 de agosto de 2010

MENTIROSO.


MENTIROSO

En torno a The last Airbender (M. Night Shyamalan, 2010)


Shyamalan es un embustero. El más inteligente de todos los embusteros. El espectador que creyera haber comprendido las claves de su etapa posterior al 11-S, va a sentirse inevitablemente apaleado por la desesperación incontrolable de The last Airbender. Ya fue sonado el salto al nuevo milenio desde la extrema coherencia que redondeaban The sixth sense (1999) y Unbreakable (2000), sus dos películas más “corrientes”, hacia el absurdo pautado, la reflexión onírica y la descomposición de la trama clásica, cada vez más brutal desde Señales (2002) y hasta las herméticas Lady in the water (2006) y The happening (2008). Los límites de la Serie B, el refinamiento narrativo y la recurrencia al tópico para su posterior negación, eran una cortina que la mayoría de críticos no supieron superar, quizás porque el propio Shyamalan no dudaba en recordarnos que la mejor explicación es siempre la más sencilla. Es innegable que gran parte de la culpa del odio que le profesan ciertos sectores, se lo ha ganado Shyamalan a base de arriesgar su cine en la puesta en duda de las formas clásicas de la ficción. La perversidad de sus relatos radia en esa negación de la ficción que la lleva hasta el punto en que pasa a ser una farsa, convirtiendo al personaje humano en una fantasía, y a la fantasía en la única realidad posible. Todo tópico es utilizado para su destrucción, acercándose sin miedo al ridículo y lo grandilocuente. Algunos han visto en sus últimas películas ideales conservadores o ecologistas, y probablemente él mismo ha querido alimentar esta falsa idea, porque la fuerza de su cine también tiene que ver con la forma en que acepta su propia decadencia, creando artefactos abocados al continuo extrañamiento y la incomprensión. A pesar de todo, Shyamalan ha sido el mejor pensador de la paranoia posterior al 11-S, culminando en la metáfora de un terror invisible y que obliga a los personajes a separarse los unos de los otros (The happening).


Muchos pueden concluir que The last Airbender supone el comienzo de una nueva etapa en el cine de Shyamalan, o tal vez la prueba de su decadencia. La verdad es que nos ha vuelto a engañar a todos, y esta vez el engaño parece irredimible. La película se abre con una referencia explícita al cine de artes marciales que anuncia ya su desconexión del resto del filme. Mejor dicho: la película se abrió hace ya algunos meses con uno de esos famosos trailers que se han convertido ya en dogma de fe del cine de Shyamalan, y que elaboran una filosofía propia, más o menos independiente de la verdadera forma de la película. La relación de este trailer y las imágenes iniciales demuestran la voluntad de llegar a la épica pasando primero por el aislamiento de sus manifestaciones y la independencia de la lógica que conllevan. The last Airbender es una sucesión de escenas emocionadas, conscientes de su independencia, que han conseguido culminar esa idea del trailer que configura una lógica misteriosa. Un trailer es, al fin y al cabo, una acumulación de algunas de las escenas vitales de un filme, pero sin necesitar su ritmo y ni siquiera su coherencia. Arrancadas de la historia, las imágenes están buscando una identidad propia, independiente de lo que aporten al conjunto. Un aluvión de imágenes épicas, cedidas a la solemnidad, inconexas, que abandonan su demostración en manos de ridículos diálogos sobre la decadencia del hombre. En resumen: el esqueleto del Shyamalan un desnudo integral de su cine que sólo puede suponer una cosa: su transformación en un trailer. Shyamalan ha comprendido que los reflejos de la épica en la sociedad contemporánea no están entrelazados, sino que se conforman como instantes de esplendor independientes. De alguna forma, está creando una lógica para la leyenda en nuestros tiempos que sólo pasa por su autodestrucción, recurriendo a las fórmulas del videoclip o el videojuego. Es un epitafio a la extrema coherencia de las tramas de los años noventa que desembocaron en elaboradas parábolas fantásticas en que el tiempo cinematográfico se veía reducido al cambio continuo de espacio o escenario. The last Airbender podría ser la antítesis de esas ficciones que culminaron Matrix (1999) o El Señor de los Anillos (2001-2003), y en que la trama necesitaba el paso continuo de un espacio a otro para configurar su historia. Shyamalan ha eliminado entonces la historia, y se ha quedado con el viaje, con un avance excusado por destinos ridículos. Volviendo a jugar con el engaño, propone que el espacio no sea sino la definición de sus texturas, buscando dar esa sensación de avance sin mostrarnos realmente al viaje como hacían las películas antes citadas (por poner un ejemplo: aquellas famosas imágenes de La compañía del Anillo caminando por la nieve), sólo trabajando la identidad de los escenarios. Son escenarios creados únicamente para su espectacularidad, y en que es posible que nada importante vaya a ocurrir. De hecho, muchas escenas parecen sacadas de contexto o innecesarias en comparación con la velocidad con que excusa la película a base de diálogos. Se ahorra incluso el desarrollo de personajes. En el viaje de sus protagonistas, se ahorra el anticlímax, de nuevo como ocurre en los trailers o en los videoclips. De alguna forma misteriosa, parece estar buscando la imagen desnuda de la épica. Una estética abrumadora democratiza las escenas, dando a su acumulación un carácter crepuscular, como si quisiera acabar con la historia y quedarse con su negativo, con sus flashes emotivos. La épica no se elabora -parece querer decirnos-, sino que se contiene en la secuencia de sus manifestaciones. Donde Tim Burton fracasaba estrepitosamente con su Alicia, Shyamalan evita mezclar la historia con sus imágenes, y relega el avance de la trama a rápidas conversaciones o frases en off que sueltan de carrerilla el núcleo desnudo de su filosofía: el miedo nos separa, el hombre destruye sus mitos y se queda solo con sus temores. Y, entre líneas, nos dice sobre todo que la negación del tópico es la negación de nuestras obsesiones. The last Airbender tiene más de Ashes of time (Wong Kar-Wai, 1994), que de cualquier fantasía adaptada con que la crítica la vaya a querer comparar. Como a Kar-Wai, a Shyamalan han dejado de importarle los vínculos extremos de la imagen y la narración que él mismo defendiera en The sixth sense, y no deja ahora de buscar el estallido estético que independice a la emoción audiovisual de la literatura, esto es: no deja de buscar el instante en que la imagen (la propia concepción de la imagen, sin necesidad de su apego a una trama), puede contener una lógica emocional propia. Esto me hace recordar algunas de las películas favoritas de Shyamalan: Sans soleil (Chris Marker, 1983), que gira en torno a la concepción de esa imagen que sería la mínima y la máxima expresión del cine, o L'annèe dernière à Marienbad (Alain Resnais, 1961), que quiere definir la memoria como una iconografía de imágenes desconectadas que forman una secuencia propia, no aplicable a la realidad. La aplicación de esta razón irracional de la imagen, es el verdadero sujeto de estudio de The last Airbender, lastrada quizás por su acercamiento al cine más comercial pero que ha extraído también de él algunas de sus mejores bazas: el uso del 3D, trabajado en posproducción por imposición de Paramount, demuestra que Shyamalan ha comprendido mejor que cualquier otro director hasta la fecha que la tercera dimensión no es la profundidad sino la luz. Las inmersiones de Aang en el mundo de los espíritus componen un espacio plano en que la luz y la sombra dan sentido al movimiento. El impresionante travelling que resume una batalla entre los cuatro elementos se atraviesa de texturas y colores, oponiéndose firmemente al montaje deslavazado y la no-visión de las batallas del cine fantástico actual. Una pelea sin el uso de elementos es filmada con velocidad y rudeza, renunciando a la espectacularidad. Shyamalan apuesta en cada toma. La conjura del mar es el pico final de la dinámica, su resumen y el (demoledor) contenedor de todo el análisis de la épica de la imagen. En apenas diez tomas perfectas, se consigue una demoledora investigación de la capacidad del cine para emocionar. Cediendo a la grandilocuencia, la épica se manifiesta como si fuera la última vez. Es lo que llamaríamos un clímax, pero impuesto en un metraje en que no ha habido un solo anticlímax. El ejemplo más brutal adviene mientras tanto: la princesa se sacrifica por el bien de la humanidad y, en lugar de rematar su muerte con el entierro afectado que cualquier película de esta clase habría impuesto, la cámara e incluso, irónicamente, su enamorado, se olvidan de ella. Así es la coherencia de The last Airbender, un trailer del cine de Shyamalan, una última y desesperada broma de un director que se sabe condenado a un mundo de mentiras e imágenes, mentiras o imágenes. Una película suicida. Una mentira sin excusas, increíblemente sincera.



2 comentarios:

  1. En resumen, aplaudes a Shyamalan por dirigir un trailer de hora y media muy caro y por lanzar piedras contra su propio tejado. Michael Bay hace eso en todas sus películas (salvando las distancias), quizá quieras dedicarle una oda. Y perdona que te tutee.

    Las imágenes épicas perduran en el imaginario "aisladas" del resto de la película porque previamente se les ha dotado de un significado. Ese grupo de viajeros en fila india del Senor de los anillos: La Comunidad del Anillo al que haces referencia lo recordamos porque como espectadores nos importaba el destino que iban a correr esos personajes. Las secuencias de acción, por muy impresionantemente que estén rodadas, carecen de alma. No alcanzan a emocionar porque son caparazones vacíos. La épica presisa de emociones que impliquen al espectador. Shyamalan ha pasado de conseguir imágenes que perduran en la memoria tan sencillas y sobrecogedoras como la hierba moviéndose en El Incidente a dirigir un impresionante castillo de fuegos artificiales lanzado a plena luz del día.

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  2. Tienes razón en todo lo que dices. Es decir, me parece una estupidez o creo que no has entendido nada de lo que digo, y perdona mi prepotencia, pero tienes razón. No estoy aplaudiendo a Shyamalan, aunque me parece que ha logrado mucho más que un trailer. Estoy perdonando a un tipo que sabe que casi nadie va a conectar con una película suya, y aún así la hace, y no sólo la hace, sino que exagera, se esfuerza por radicalizarse en su discurso. Tienes absoluta razón en lo que dices de El señor de los Anillos, y eso, a mi entender, la convierte en una película perfectamente coherente, correcta, pero incapaz de pedirse nada más allá del esfuerzo de ser redonda. No niego que El señor de los Anillos es una película perfecta (demasiado perfecta), pero me interesa mucho más el riesgo que la perfección, porque la perfección es una ilusión, y el problema del cine es que sigáis pensando que es una ilusión. Si a ti te interesa el destino de los hobbits, estupendo; a mí me interesa más saber hasta dónde se puede llegar.

    Un abrazo.

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